Ella se encontraba sentada con la mirada gacha, con la respiración lenta, pero entrecortada como cuando recién viviste un hecho traumático. Con un pensamiento entre cada suspiro y miles de vagos... y otros lúcidos recuerdos.
Lucía un aspecto triste, sombrío. Su mirada hacia abajo lo denotaba. También se le notaba asustada, pero fuerte... Tranquila, como si estuviera acostumbrada a lo que sea que estuviera pasando.
No podría describir qué le había sucedido, pero con tan solo mirarla se podían entender todos sus sentimientos, pues los desbordaba.
De pronto, por fin, levanta la mirada... Se percata de que se encuentra sentada frente al espejo y se detiene un momento a mirarse.
Primero observa y juguetea con su largo y negro cabello, comienza a acercarse lentamente al espejo. Acerca su rostro, concentrándose en mirar la zona de sus ojos, pues ha advertido que las marcas de la edad ya se van haciendo evidentes entre las arrugas que albergan aquellos ojos tristes; cubiertos por las grandes ojeras que nunca ha logrado combatir entre una y otra tristeza, entre tantas noches sin dormir.
Baja nuevamente la mirada, se refleja en la comisura de sus labios lo habitual que es para ella tener esa expresión triste.
Algún recuerdo habrá invadido entre sus pensamientos porque, de repente, comenzó a levantarse un poco la blusa; mientras palpaba su piel con las manos, sentía la aspereza y se ponía de espaldas al espejo volteando la cara hacia él para poder mirar aquellas cicatrices que con sus manos sentía.
Las cicatrices que la remontaban a tantos y tan amargos recuerdos de su infancia. Aunque resulte tan ilógico de pensar que un padre hubiera podido pegarle a su hija con un látigo, como se le pega a un animal para domarlo. Tantas veces sin razón, tantas otras por alguna travesura... Tantas otras... Porque su madre se había ido.
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